El café de especialidad se define como aquel que alcanza 80 puntos o más en la escala de la Specialty Coffee Association (SCA), tras ser evaluado por un catador certificado (Q Grader). Esta puntuación refleja atributos como fragancia, dulzor, acidez, cuerpo, balance y ausencia casi total de defectos. En otras palabras, es un café que destaca no solo por su sabor, sino por el nivel de excelencia en cada parte de la cadena.
El camino hacia un café de especialidad empieza en la finca. Para alcanzar esa calidad, la producción exige recolección selectiva, manejo cuidadoso del cultivo, control estricto de procesos y beneficios que preserven la integridad del grano. Cada variable importa: desde la variedad y el microclima hasta el secado y el almacenamiento. Ese trabajo detallado permite que el grano conserve cualidades sensoriales puras, complejas y consistentes.
Algo fundamental del café de especialidad es su transparencia. Los lotes suelen incluir información clara de origen, altitud, proceso, finca y productor. Esta trazabilidad permite comprender por qué un café sabe como sabe, y al mismo tiempo reconoce el trabajo agrícola detrás de cada taza. Para tostadores y consumidores, esta información es clave para tomar decisiones más conscientes y valorar de forma justa los esfuerzos de la cadena productiva.
Finalmente, el auge del café de especialidad también ha impulsado una cultura más exploratoria. Perfiles florales, afrutados, achocolatados o especiados se vuelven protagonistas y permiten disfrutar una gama de sabores que antes pasaban desapercibidos. En síntesis, un café de especialidad es una experiencia cuidadosamente construida: desde el campo hasta la taza, cada paso busca resaltar calidad, complejidad y autenticidad.
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